El Arcón  

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Cuando ella llegó, dirigió su mirada y su cuerpo con ávida curiosidad hacia el arcón de esterilla y cuero marrón. La dejé hacer y mirar, pensativa.

Ella intuía que el cofre guardaba algo que creía suyo. Se la notaba nerviosa. Fingía, por momentos, interesarse en la biblioteca, pero el arcón le reclamaba con ansiedad mal disimulada. Finalmente, se rindió.

-Doce es un número mágico-, dije con melancolía cierta, mientras observaba como ella levantaba la tapa de esparto.

Halló los doce estuches de terciopelo azul. Excitada y trémula, fue hacia cada uno de ellos y los abrió con ojos de pasmo: zafiros, topacios, ámbar, esmeraldas, perlas virginales de Oriente y un jade especialmente traído de la China, le ocupaban todo el ancho de sus bellos y azorados ojos.

No hubo café, ni cena, ni charla mediante. Vino a buscar lo que ella presentía suyo y era lo estricta y secretamente pactado.

A un costado del arcón, su verdadera pertenencia espiritual: las hojas amarillentas con la firma A. G. B, la aguardaban, pero ella no reparó en el detalle. -“No está preparada aún” - corroboré con tristeza confirmatoria.

-¿Cómo pudiste?- Me interrogó sin esperar la respuesta. -¿Cómo pudiste amarme tanto?

Suspiré ahogada y busqué equilibrio en un cristalero, intentando sostén. No lo notó.

-Pude. Es tuyo. Me quema las manos desde hace años. Desde el infinito tiempo en que te espero.

-No lo merezco-, dijo mintiendo e inclinando el rostro; esperando de mí una respuesta refutadora. Respondí, no sin piedad, la que ella seguramente aguardaba de mí.

-Sí, lo mereces. Son tuyas.

Y lentamente guardé las joyas en una bolsa de terciopelo rojo y las deposité en sus manos blancas, cada segundo, más y más blancas. En un ademán mío, que pretendió ser raudo pero fue imperceptible, guardé en el arcón el antiguo manuscrito. Ella no se percató del cambio. Nunca pudo percatarse de muchas cosas.

Al irse, cerró la puerta sin besos ni excusas. No miró hacia atrás ni yo atiné a más. Era imposible pedirle nada. Nunca pudo ni supo hacerlo: sentir. Y ese era su tormento.

La miré irse joven y encallecida, como una ladrona redimida o como una fugitiva inocente. Me pareció un poco de las dos cosas. En todo caso, sentí por ella, mucha más piedad.

Tomé una copa de cognac. Sabía que su paso por la calle era ligero y rápido. Tan liviano como el peso de su bolsa vacía. La transmutación de la materia sucedió sin ella darse cuenta, conforme la sagrada Ley. Las cenizas que llevaba eran tan macilentas y grises como la última estrella de la noche.

-“Cada quien conserva lo que le es propio”- cavilé, y bebí la copa con la excusa de un inexistente frío.

Me aparté de la ventana cuando por fin, ella giró la esquina con su auto y dejé el arcón abierto para siempre.

El manuscrito brillaba dentro como el más puro oro jamás visto por nadie. Custodiándolo: los zafiros, las esmeraldas, las perlas, las doce joyas... como si nada ni nadie las hubieran movido de sitio, jamás.

-“Un día, ella regresará por lo que es suyo” - y recordé que el ámbar se parecía a sus ojos.

This entry was posted on 9 de agosto de 2009 at 10:36 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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